El 2 de febrero de 1990 era viernes. Yo solo tenía 11 años (y medio), pero estaba convencida que aquel iba a ser un buen año por aquello de cambiar de década mundial con un número redondo. Sí, ya había vivido otro de esos antes a la tierna edad de dos años, así que, obviamente, no me había enterado de nada. Tenía mis motivos para pensar que iba a serlo: en enero había nacido mi prima pequeña, algo inesperado y emocionante, que su hermana mayor tenía ya 10 años y no pensábamos que fuéramos a incorporar a nadie más a la familia. El año empezaba bien, por desgracia, en lo demás, no iba a tener razón.
Las infancias fugaces son una mierda y más cuando es algo terrible lo que nos invita a entrar a la edad adulta.
Amén a todo.