El 2 de febrero de 1990 era viernes. Yo solo tenía 11 años (y medio), pero estaba convencida que aquel iba a ser un buen año por aquello de cambiar de década mundial con un número redondo. Sí, ya había vivido otro de esos antes a la tierna edad de dos años, así que, obviamente, no me había enterado de nada. Tenía mis motivos para pensar que iba a serlo: en enero había nacido mi prima pequeña, algo inesperado y emocionante, que su hermana mayor tenía ya 10 años y no pensábamos que fuéramos a incorporar a nadie más a la familia. El año empezaba bien, por desgracia, en lo demás, no iba a tener razón.
No recuerdo si ese viernes hacía sol o llovía, mentiría si dijera que los 34 años que han pasado no han tamizado mis recuerdos y se han llevado algunas partes, aunque sí creo que en algún momento del fin de semana el cielo descargó. Mi hermana vendrá a corregirme porque tiene una capacidad increíble para recordar los pequeños detalles de este tipo de momentos. Fue raro que nos recogiera Candy, una amiga de mamá cuyo hijo, Jacob, iba al mismo colegio que nosotras, y nos llevara a aquel piso tan grande de la calle Fernán González en el que vivía con su marido y una hija mayor que no estaba nunca. Fue un fin de semana raro. En aquel piso pasamos muchas tardes, pero nunca tan raras como esos casi dos días de espera en los que rezamos mucho (yo aún era creyente) por nuestro yayo que llevaba algo más de diez días ingresado en el Gregorio Marañón y no tenía buena pinta. No la tenía él, pero mucho menos que Candy nos fuera a recoger sin darnos más información que la de que todos los adultos de nuestra vida estaban en el hospital. Llevábamos dos semanas de locura, en cuanto a lo de quien nos recogía y se quedaba con nosotras, pero siempre habíamos dormido en casa. Aquello era muy raro.
Mi yayo es la persona que más me ha querido en el mundo, con 45 años me reafirmo en esto. Viéndolo desde la experiencia de la maternidad, quizá me consentía demasiado, pero, sin duda, fue el que más se esforzó en entender a una niña que siempre se sintió incomprendida. Con él, me sentía querida sin importar qué hiciera, era abrazo y lugar seguro. Vivir con él era un regalo, aunque hubiera movidas entre las matriarcas y él de forma habitual por lo de la crianza de las niñas. Menudo triunvirato difícil de gestionar. Si ya era triste pensar que podía marcharse cualquiera de mis adultos de referencia, que lo hiciera él era todo un drama. No quería pensarlo. No quería tener que admitirlo. Pero pasó.
Cuando mi madre apareció vestida de negro no hizo falta que nos dijera nada más, supimos que Enrique ya no estaba entre nosotras. La recuerdo recortada contra la luz de la habitación de fondo ya que nosotras estábamos casi a oscuras. No sé si era el sábado o ya el domingo, pero nos abrazó y verbalizó lo que no hubiera querido escuchar. Creo que era el sábado por la tarde y que nos dijo que al día siguiente lo iban a enterrar, pero que no íbamos a ir. La decisión estaba tomada y no tuvimos posibilidad de apelar a los mayores. Me lo robaron todo. No pude acompañarle en el hospital, ni en el cementerio, no pude decirle adiós, aunque en mi mente lo hiciera cada día, el hombre de mi vida se había marchado y yo no había estado ahí para él.
Ese fin de semana marcó mi paso a la edad adulta. Siempre fui una niña muy madura y aquella pérdida me vino a reforzar en ese aspecto. Los primeros días no me dejaba jugar porque la vida no merecía ser disfrutada si él ya no existía y la pena, infinita, me duró meses. Mi lugar en el mundo se marchó tan pronto que me sentía extraviada. Cuando miro al pasado, me entristece haber corrido tanto para crecer, haber quemado etapas tan rápido. Aquel viernes 2 de febrero fijó un rumbo y desde entonces vivo tratando de manejar mi timón. Como todos, supongo.
Las infancias fugaces son una mierda y más cuando es algo terrible lo que nos invita a entrar a la edad adulta.