
Hay algo mágico en que los hijos crezcan. Ya, ya sé que parece distinto, que según se abandona la infancia parece que la magia se pierde también, pero cada vez estoy más lejos de creer que esta afirmación sea cierta. Cada vez estoy más cerca de aceptar de qué va esto de vivir.
Este es el segundo año en que Ojazos sabe de qué va lo de Papá Noel, los Reyes Magos y hasta el ratoncito Pérez. Confieso que me dio pena cuando me lo preguntó, clavándome esa mirada suya en la que cabría el infinito llena de curiosidad pero también de certezas, pero lo que más sentí fue un alivio de soltar aire retenido desde hace años; ya estaba, había pasado, y de forma mucho menos traumática de lo que me imaginaba. Porque, aunque en el imaginario colectivo, la magia va de creer en seres inexistentes, lo cierto es que yo no llevo bien mentir, no me gusta nada, y, en cierto modo, me generaba un conflicto añejo, como una cicatriz que picaba un ratito para luego dejar de molestar en cuanto que la sonrisa asomaba a su rostro al ver los regalos. Por supuesto, esto no pasaba en los primeros años, cuando era todo casi un juego para cada una de las partes, pero la cosa cambió en cuanto mi hijo empezó a manifestarse como una persona pensante que desarrollaba pensamientos propios. Empezaba a haber conciencia en él y eso despertó la mía.
Aún así, preparar los regalos, colocarlos en silencio, manchar los vasos para que pareciera que se habían bebido la leche, desmigar una galleta o mordisquear una zanahoria se encontraban entre mis rituales favoritos del año. Todo merecía la pena por esa sonrisa, a veces desdentada como la de mi yaya, que todo lo llena y que, por encima de todas las cosas, calienta mi corazón. Hasta que hizo la pregunta “En el cole dicen que Papá Noel son los padres, ¿es verdad, mamá?” y me recordé a los 6 años compartiendo ese radiante secreto con mi hermana y mi prima y di gracias por habernos regalado 3 años más: entonces podíamos explicarle la importancia de no destrozar las tradiciones de otras familias por compartir jugosa información y gozar de una fama momentánea. Y tanto ha calado que, si estamos con sus primos pequeños, está muy pendiente de que no se nos escape el pequeño gran secreto que marca el inicio del fin de la magia. ¿O no es así? Cada vez lo dudo más.
Dicen por ahí que la magia existe y que aquellos que creen en ella están destinados a encontrarla. Y, la verdad, es que yo me paso la vida haciéndolo. La veo cada día en el sol y la luna, los cielos azules, las nubes, las estrellas, los milanos sobrevolando mi ciudad… en una naturaleza que se esfuerza en mostrarse rotunda y soberana frente a nuestras ansias de destrozarla; también en las sonrisas, las palabras amables, la compasión y la comprensión en personas y momentos inesperados, cuando las necesitabas tanto que te parecía imposible que llegaran. Pero también soy consciente de que me esfuerzo en construirla, afinando el ojo, compartiendo con mi hijo, poniendo el foco en lo extraordinario porque de ordinariez ya vamos bien servidos, porque quedarse anclada en lo feo, viviendo en el lamento, es lo fácil, además de lo feo. Esperando que los demás nos pasen la mano por el lomo, cuando la procesión va mucho más por dentro.
Hay algo mágico en que los hijos crezcan y empiecen a compartir de otra forma la vida, en que participen de forma progresiva en aspectos que, hasta el momento, les eran ajenos y que lo hagan compartiendo sus propios pensamientos y puntos de vista. Descubres entonces cómo les has ido modelando, muchas veces sin darte cuenta: repiten expresiones e ideas de personas adultas de su entorno, algunas de forma exacta, otras pasadas por su tamiz. Es como un bucle espacio temporal en el que tu preadolescente se convierte en un señor de 50 o 60 años y resulta a la vez curioso e irritante que aún no se ha desarrollado su pensamiento crítico y puede ser que repita sin filtro tremendas barrabasadas. Y ahí es donde queda un resquicio para el diálogo en el que conectar de otra manera. Distinta, inesperada, pero sin duda, mágica.
Me pasaba igual que a ti con mis hijos, no me gustaba del todo que su ilusión se apoyara en algo que les dejábamos creer que era cierto... Con los chicos ya mayores seguimos haciendo nuestros rituales, porque la ilusión no tiene por qué perderse con la edad. ¡Si no les dejáramos unos polvorones y unas copitas de moscatel a los reyes, mi hija dejaría de hablarme!
En la adultez esa magia bien podría ser la capacidad de sorprenderse ante la maravilla de la propia vida. Rendirse al caos y disfrutar de lo que ocurre en el momento dejando a un lado la imperiosa necesidad de control.