Hace cinco años corrí un maratón. No es casual que escriba hoy sobre esto porque, hace cinco años, el finde caía exactamente igual que este –viernes 29, sábado 30, domingo 1 de diciembre, la fiesta grande– y eso ha hecho que los recuerdos se me vengan encima en una cascada imparable que me ha arrasado un poco pensando en el pasado, el presente y el futuro, como si estuviera inmersa en “Cuento de Navidad”. El archivo de Instagram ha hecho el resto.
Hace cinco años, mis amigos me pasaron a recoger pronto para arrancar rumbo a Valencia. Cogí mi portátil recién cargado, lo conecté a mi tarifa ilimitada de datos y fui trabajando desde el coche mientras rezaba para no perder la cobertura porque la responsabilidad, como siempre, era más grande que yo. Ese día terminaba una semana de muchísimo estrés aunque ahora no recuerdo cuál era el motivo –el paso del tiempo siempre lo relativiza todo– y no veía el momento de cerrar el ordenador para disfrutar de aquello que llevaba preparando 11 semanas. Lo que no sabía entonces era que la vida, una vez más, no me lo iba a poner fácil.
Hace cinco años, llegamos a la hora de comer, pedí arroz de menú (porque si estás en Valencia, comes arroz y punto) y nos dimos una vuelta por la Feria del Corredor para ver en el stand de Mapoma a los amigos de Madrid, que no eran pocos. Me recuerdo jurando en arameo por allí porque no me dejaban entrar en ningún baño y me meaba tanto que, al final, tuve que colarme entre dos aseos portátiles clausurados a vaciar la vejiga. Lo de la hidratación lo estaba llevando a rajatabla y eso que, con las prisas de la maleta y la salida de casa, me había olvidado del isotónico y tuve que comprar botella y polvitos por allí. Llevaba las indicaciones de mi entrenadora tatuadas en el cerebro –y luego anotadas en la piel– porque lo que más miedo me daba era pinchar por deshidratación (también me asustaba la lesión) así que dejar de tomar el isotónico no era opción. Aunque ahí ya había empezado a ver cosas raras, todavía no tenía ni idea de lo que se me/nos venía encima, y no eran los 42 kilómetros de la carrera, la fiesta (spoiler: no) iba a comenzar al día siguiente por la tarde. Ese viaje no iba a estar lleno de paz.
Hace cinco años en la activación por la Malvarrosa vimos salir el sol y nos echamos unas risas haciendo “fotones de influenser”. Los nervios de la cercanía del reto –primer maratón para mí, no así para mis acompañantes– nos tenían emborrachados y estallábamos en carcajadas a cada poco, como si pasarlo bien fuera la única obligación en esa jornada. Nos duró poco. En la sobremesa, ya con todos los que íbamos a compartir aventura por allí, el egoísmo había triunfado por encima del grupo y el malhumor se había hecho tan fuerte que el diálogo se hizo imposible por más que lo intenté porque hay personas que necesitan estar siempre por encima y no escuchan ni cuando se les trata de abrazar con palabras. La cena fue rara, porque no estábamos todos ni entendíamos nada, pero lo de la carga de hidratos lo hicimos muy bien porque la pizza es un must antes de una competición. Tratamos de dejar el malestar a un lado y a ratos hasta lo conseguimos, aunque fue difícil: de pronto, algo que no tendría que estar pasando lo había ocupado todo y estaba borrando hasta mi ilusión de mañana de Reyes. Paseamos con calma de vuelta al apartamento, comentando lo que ocurriría mañana y Ángel volvió a darme instrucciones, otra vez, porque es un amigo, un coach y hasta, a veces, un padre y no pierde oportunidad de compartir su punto de vista. Hay que quererle así.
Y al fin llegó el día. Madrugamos mucho y había dormido mal, así que me levanté con migraña. Lo anuncié según entré al salón “me duele la cabeza” y Javi pensó que era imposible que corriera con la cara que llevara. Ja. Una migrañita de nada no iba a impedir que alcanzara la gloria. El ambiente en la casa era raro, nos rodeaba una calma chicha que sabíamos que iba a estallar en tormenta perfecta en cualquier momento, como así fue aunque aún faltara un rato. Nos preparamos (los geles, las sales, el cinturón, los auriculares, el reloj, la mochila, los pañuelos…) y caminamos hasta la salida. Al principio íbamos casi solos, pero al poco nos unimos a una lengua de personas con quienes compartíamos objetivo. La emoción era un halo que nos acompañaba rodeándonos, casi como una burbuja de esas que se ven en los dibujos animados. A punto de salir, después de pasar varias veces por el baño, se me saltaron las lágrimas escuchando al speaker: con todo lo que había acontecido en mi vida en los últimos meses, desde la muerte de Antonia hasta el estrés acumulado, me parecía increíble haber llegado allí. Y, sin embargo, allí estaba. Concentrada en mí y en mi objetivo, con Ángel y Javi al lado, no iba a dejar que nada me alejara de conseguirlo. Sonó el pistoletazo de nuestra tanda y empecé a correr, despacio, con ritmo mantenido, que lo importante era acabar.
Podría narrar casi cada kilómetro de la legendaria distancia, desde que nos separamos en dos grupos hasta que volvimos a ser tres amigos, trotando como otras tantas veces lo habíamos hecho, que atravesaban la línea de meta. Apliqué cada consejo, cada enseñanza, que corredores más expertos me habían dado en esos días previos, sabiendo que venían con todo el cariño hacia mí. También podría narrar cada vez que Pilar nos buscó en el trayecto para animarnos, cómo Ángel contador de kilómetros se alegró de manera sincera al verme en el 32 y cómo mi muro vino en el 26, cuando me sentí vacía y pensé que no quería correr más y un abrazo de Ángel, mi escudero, me dio alas para seguir hasta meta. Podría recordar que Javi llegó en el 28 y ya no nos abandonó, que Silvia me enseñó su medalla del 10 k, repleta de felicidad y orgullo, en el 24 o que hubo un momento en que parecía que estaba en la Castellana, de tanto habitual madrileño que había por ahí (a algunos hasta les regalé fotos, porque, al comprar mi pack, salían en ellas). Podría recordar tantas cosas y hoy, sin embargo, me quedo con cuatro brazos alzados al cielo, casi al mismo tiempo, dedicando una carrera que se había complicado de forma inesperada a quienes ya no podían acompañarnos en este plano de la realidad.
Cuando todos terminamos, también quienes se alojaban en otro apartamento y sin quien decidió que ya no quería formar parte del grupo, mientras esperábamos las hamburguesas y regados por unas cervezas, les di a mis amigos uno de mis famosos discursitos. Les agradecí el tiempo, la compañía, las palabras, los abrazos… la vida compartida. Y traté de colocar lo acontecido en el recuerdo de cada uno en un lugar más amable del que se nos había presentado. Y fue bonito. Pese a todo, lo fue.
Eres una titana
Menudo subidón haberlo conseguido a pesar de esas circunstancias sobrevenidas. Sabes que puedes y a partir de ahí, hacia delante, amiga.