Una semana rara

Es domingo, son las 6 y pico de la tarde y estoy tumbada en el sofá. Tengo los pies fríos aunque estoy tapada por una manta naranja de El libro de la selva que, evidentemente, es de mi hijo. Me gustaría beberme un café caliente, pero esta mañana antes de empezar el entrenamiento me tomé un gel con cafeína y me da miedo no pegar ojo esta noche ahora que parece que llevo enlazando varias buenas. Ojazos juega a Fortnite con sus amigos desde hace un rato y sé que, en cosa de diez o quince minutos, discutiremos porque le voy a pedir que lo deje y él me responderá que no. Discutir con mi adolescente es una cosa agotadora y desquiciante porque usa argumentos partidistas y fuera de lugar que arroja desde una posición de sabiduría suprema que yo estaba lejos de proferir a su edad, aunque los pensase. Algo que me deja perpleja pero creo que me congratula al mismo tiempo porque supone que la forma de criar está cambiando, que hay más confianza y que le estoy dando espacio para ser, aunque todo ello juegue a veces en mi contra.
Esta ha sido una semana rara porque, otra vez, durante dos días y medio fui la madre de nadie: sin extraescolares, ni colegio al que acudir, sin nada más que mi tiempo para mí. Pintaba tan bien que sonaba irreal… e irreal fue porque me caí corriendo, aterricé contra un bordillo y tuve que pasar por una baja (in)voluntaria de sofá, analgésicos y hielo. Doblemente rara, si me apuras: sin la presencia de mi hijo inundándolo todo, teniendo que ocuparme mucho de mí. Es curioso que coincidiera esta falta de obligación maternal con un malestar tan ¿profundo? Iba a escribir esa palabra pero, en realidad, estaba tan a flor de piel que no podía ni moverme de forma fluida. El hombro me impedía hacer cosas tan básicas como girarme estando tumbada o agacharme a ponerme los zapatos, aunque nunca hubiera imaginado que ambas cosas estuvieran relacionadas. Era como si no pudiera soportar ni mi propio peso. Mientras escribo esto aún me duele, aunque ya casi puedo hacer vida normal. El hostiaso fue tremendo y me hizo sentir tremendamente vulnerable, aunque esto último se me pasó a los dos días, cuando volví a ser yo. He salido a correr un par de veces desde entonces y no le he cogido miedo ni a correr ni a los bordillos, algo que sospechaba que me podía pasar. Hoy hasta he corrido un medio maratón. Hacía 6 años que no corría uno, me celebro por ello.
Decía antes que lo de mi adolescente respondón refleja un cambio de paradigma con respecto a cómo les estamos educando. Yo odié a mi madre en silencio durante años —ya sabes, lo de verbalizar “te odio”–, quise insultarla por todo lo que para mí eran injusticias, por cada vez que no me dejó explicarme cuando quería o necesitaba hacerlo… pero jamás se lo escupí a la cara, aunque ganas no me faltaran. Con Ojazos creo haber abierto una vía de diálogo y entendimiento que nunca tuve con mi progenitora. Y, aunque es una vía dolorosa a veces, creo que es el camino que lleva a la confianza incondicional, esa que espero que use cuando ocurra algo por mucho miedo que le dé compartirlo. Y con eso, ya me llega.