Qué crueldad la del paso del tiempo. No la de las arrugas, las canas o las manchas en la piel, la del brazo descolgado o los sofocos por las noches, sino la dejar que las capas se acumulen, unas sobre otras, hasta dejar sepultada tu esencia bajo una lista eterna de obligaciones en la que ni siquiera te encuentras al final.
Llevo mes y medio pasando mucho tiempo conmigo a solas, sin otras personas que se cuelen en la interacción conmigo misma, y he descubierto que me caigo bien y que me gusta estar conmigo. No tenía claro que fuera a ocurrir, porque, de normal, relleno los espacios en blanco. TODOS. Cojo el móvil, me pongo una serie, escucho un pódcast o escribo de forma compulsiva por WhatsApp… cualquier excusa es buena para no enfrentarme a mi persona. Hasta que he hecho el ejercicio consciente de dejar que los blancos lo sean y que las esperas se rellenen prestando atención al entorno: sonidos, colores y olores han vuelto a ocupar su espacio en el rincón de mi memoria que estaba ocupado de forma permanente por la tecnología. Y así está bien. La vida se siente más bonita en el 1.0.
El viernes estuve en un festival por primera vez. Como otras tantas primeras veces me acompañaba mimejoramigaRuth (gracias, Leonor, por el chascarrillo, se va a quedar así pa los restos) y, desde que recogimos la pulsera, fue como volver a ser la disfrutona que nunca quise que me abandonara, pero que terminó por hacerlo. Cuando Lucía Benavente pasaba más tiempo en redes, decía que la respuesta siempre es bailar: cuando estés triste, baila; cuando estés feliz, también (la verdad es que Lucía me ha regalado muchos aprendizajes vitales desde el otro lado de la pantalla y no creo que ella sea ni un poquito consciente de ello) y yo ese día solo quería bailar para quitarme la gravedad que suele impregnar mi vida. Me lo tomo todo tan en serio que me agoto de pensarme.
Y bailé. Bailé a La oreja de Van Gogh como si volviera a estar en mis 20, en nuestros 20, y fuera la reina del Pop. Me reencontré coregrafiándome con Ruth como hacíamos entonces y, por una horas, me sentí ligera como si la vida no tuviera más problema que sobrevivir a los 30 y tantos grados que soleaban el secarral del Río Babel. Y sobrevivimos entre risas, litros de agua y la certeza de que el momento es ahora y que este minuto no pasa más que una vez en la vida. Y luego vino Amaral y revolucionó mi espíritu al son de las canciones de siempre y las de ahora, las que convierten el ruido en la más bella de las partituras contra el miedo al otro. Sentí cada letra en cada poro de mi piel, lloré cuando me llegaron al cora y una media sonrisa se me dibujó al constatar que sigo latiendo ahí dentro, esforzándome en convertir las capas de obligaciones en otras de diversiones, revirtiendo la crueldad del paso del tiempo. Reflotando a la disfrutona. Y qué gustazo está siendo este camino.
Los 40 son los mejores creo que para todo… somos más sabias en tooooodo. Me ha hecho mucha gracia esta carta Let, porque hace unos años yo también fui consciente de que me caía bien a mi misma (afortunadamente 😂)como buena geminiana mi cabeza no para de hablar conmigo misma y descubrí que me gusta escucharme e intentar hacerme caso (a veces…). 🧡
Disfruta bonito!!!