Rutinas e imprevistos

Es viernes santo y ha llovido. El drama del que hablaba hace un par de días, con lo de los pasos que no salen, se ha materializado y las lágrimas de los cofrades han abierto todos los informativos. El trabajo de tantos meses preparándose para la procesión ha quedado en nada y se mezcla con el dolor real que sienten las personas creyentes por no poder procesionar. Yo he estado toda la mañana haciendo cosas por casa, entre ellas aprender a sujetar la guitarra de mi hijo (otra de esas cosas que alimentan el alma y que quería probar) así que lo de salir a caminar se me ha ido a la tarde. Cuando he pisado la calle ha empezado a chispear, pero en cuestión de un par de minutos ha llegado el diluvio. Salí preparada para que eso ocurriera, así que no me he amilanado, me he puesto la capucha y he seguido mi camino. Al fin y al cabo, para mí, solo era agua. No llevaba meses de trabajo, ni me iba a estropear si me mojaba. Sin duda la situación no era la misma, aunque incluso la misma persona pueda tener reacciones muy distintas ante el mismo estímulo según las enfoque.
En estos días sin prisa estoy siendo muy consciente de lo que me hace la vida que llevo: del cansancio que me provoca el estŕés y de cómo mi capacidad de razonar se socava en medio de la prisa, cuando mi cerebro tiene que tomar decisiones como si me persiguieran un guepardo o una pantera cuando lo único que me persigue son los deadline y los horarios. Nada que vaya a hacerme morir, aunque mi ansiedad no parezca entenderlo. “A lo que te resistes, persiste”. Estoy en lo de dejar de resistirme.
Estás vacaciones sin prisa no están exentas de rutina, esa palabra tan denostada por malentendida, pero tan necesaria para el buenvivir. La rutina ordena, sin ella reina el caos. Así que he mantenido las horas de sueño, priorizado mi descanso, he madrugado (más de lo que quería a veces, ya lo conté por aquí) y me he mantenido activa, corriendo o caminando según tocara. Además, como me propuse, he leído, escrito, dibujado, jugado con mi hijo hasta la risa (y he limpiado, puesto lavadoras y hecho de madre, no quiero yo idealizar nada). Y, como decía arriba, hasta me he animado a probar con la guitarra del peque. Después de un mes de marzo inesperadamente frenético necesitaba parar y hacer cosas que me alimentaran el alma.
Llevo meses bromeando con tatuarme La vida en el antebrazo derecho, porque lo uso como explicación para todo. Se pone a llover, la vida; luce un sol espléndido, la vida. Siempre es la respuesta. Quizá ahí está el quid de la cuestión: en vivir cada día sabiendo que cualquier cosa puede desbaratarnos lo previsto; en aprender a surfear cada adversidad como si fuéramos campeones mundiales de surf, expertos en cabalgar la cresta de la ola.



Decir “la vida” es uno de los mejores acompañamientos que se pueden hacer para mostrar empatía y sentido del humor. A una misma y a quien se abra para mostrarse vulnerable.