Me apetece
Escribir una carta, en carne viva, ese fue mi compromiso cuando lancé Lo que me apetece. Y allá voy hoy: tarde, pero escribiendo, porque dolordecabezaaldespertar, ya tú sabes, maifrén.
En los últimos tiempos pienso mucho en qué es lo que me apetece. Lo que me apetece de verdad, no lo que tengo que hacer, lo que debería estar haciendo. Lo que hago, vaya. Pienso en lo más alejado de las obligaciones, como lo de cambiar las sábanas anoche pasadas las 12 o tender una lavadora a la 1 porque la semana no ha dado para más.
Si me pongo, no me cuesta encontrarlo: es lo que me hace volver a mí. Sentirme yo. Seguro que sabes a qué me refiero: lo que me recuerda a la Leticia de los 15, los 20, los 26 (sobre todo), que tenía clarísimos sus gustos y prioridades y que, en algún momento de su existencia, se perdió. Resulta muy común esto de perderse entre el ruido y las exigencias de egos ajenos y andar deambulando en un rumbo que no es el tuyo. Por desgracia. Pero, desde hace algunas semanas, siento el impulso de encontrar mi senda y transitarla a ver qué me encuentro. Y eso pasa por recuperar lo que me apetece… y, ahora que lo pienso, quizá esto de escribir cada semana con un propósito tenga algo que ver en esta (inesperada) decisión.
¿Y qué me apetece? Me apetece leer libros bonitos, sencillos (en apariencia) que me ericen la piel. De esos en los que me sumerjo pensando “esto podría haberlo escrito yo” (algo que no me pasa con los thriller a los que tanto me he aficionado en los últimos tiempos) y que están protagonizados por personajes complejos por la grandeza de sus sentimientos y experiencias, no por sus idas de olla aterradoras. Y ya que estamos, me apetece ser yo quien escriba alguna de esas historias y, ya que me pongo, hacerlo en largo al fin.
Me apetece alejarme de lo que me daña o me sienta mal. Sea lo que sea. A veces, se trata de cosas que me envenenan aunque me gusten, como el móvil; otras, de personas, que me emponzoñan y no me aportan. Ya sabes, si no aportas, aparta. Creo que ahora lo llaman autocuidado pero debería ser, simplemente, vivir.
Y hablando de autocuidado, me apetece cuidarme. Volver a comer bien, pensando cómo me nutre y me alimenta lo que ingiero; retomar las carreras, sin prisa pero sin pausa, y ponerme en serio con los entrenos de fuerza. Hacerlo como si no hubiera pandemia aunque toque casi en solitario porque es lo más prudente. Quiero reconocerme en el espejo además de amarme, porque eso, lo de amarme ya lo hago, tenga la forma que tenga mi cuerpo.
Me apetece perderme mirando el cielo, de día y de noche. Preguntarme si la luna está creciendo o decreciendo sin más preocupación que observarla y estrenar esa app que descargué para saber qué estrellas son las que estoy viendo. Volver a pisar la arena de la playa, bañarme en el mar y dejarme acariciar por los rayos del sol mientras la brisa alborota mi melena (melenita, en realidad). Subir a la montaña sin pensar en el desnivel y liberar endorfinas en la cumbre mientras me maravillo de la inmensidad del mundo y la pequeñez del ser humano.
Me apetecen tardes largas que acaban cuando la noche se llama madrugada, alargando importantes conversaciones sin importancia. Y amigas, me apetecen amigas, todas: las nuevas y las de siempre, con las que todo el tiempo siempre es poco.
Me apetece Madrid en todas sus estaciones, que, en realidad, ya solo son dos. Recorrerla en eternos paseos y descubrir detalles nuevos en paisajes vistos miles de veces antes. Hacer fotos con los ojos cerrados, sentarme en un banco a descansar, descubrir mi camino de baldosas amarillas.
Me apetece ser yo: más loca y menos responsable. Estar en el presente sin pensar en el futuro. Disfrutar más, preocuparme menos. Me apetecen manos agarradas, besos en el cuello, mordiscos en el labio. Abrazos largos, piernas entrelazadas, susurros al oído.
Supongo que tengo una hoja de ruta. Tengo todo 2022 para llevarla a cabo.