
Cada año, sé que la primavera ha llegado a mi periférico barrio mostoleño porque las golondrinas vuelven a volar. Lo primero que escucho son los polluelos piando por el alimento dentro de los nidos, para verlos, no sé si días o semanas después, bailando en un vuelo preciso y acompasado, de abajo arriba, de arriba abajo. Sé entonces que el buen tiempo se acerca, que la vida se renueva, los días se alargan y pronto tendré más sol. Son el signo de una época mejor.
Quiere el azar que yo lleve unas golondrinas tatuadas en la muñeca izquierda y no por el poema de Bécquer aunque me lo sepa de memoria desde mi más tierna de infancia. Son una de esas casualidades que, con el paso del tiempo, he llegado a creer que no lo fueron tanto. Cuando decidí hacerme ese dibujo tenía una idea muy concreta que mezclaba a la diosa Ceres con escapar de jaulas. Era difícil, sí, ya la mezcla podría haber quedado terrible. Pero no lo fue. Las encontré de chiripa, me gustaron y con ellas me quedé. La de veces que me he mirado el brazo desde que me acompañan, colgada de esas aves de salida, soñando, buscando respuestas, solo lo sé yo. Bueno, y ahora un poco tú que me lees.
En el penúltimo capítulo de La caza Guadiana una bandada de pájaros volando en perfecta sincronía tiene un papel simbólico en un momento clave. No te diré más por si quieres -o estás- viéndola. Cuando esta tarde he reparado en ello, mi mente ha ido de tirón a mi tatuaje. He pensado en qué lo motivó, en qué lo sostiene y en por qué me sigue gustando a día de hoy. También en que de eso va un poquito lo de ser familia: en volar al lado, acompañándose, pero sin ocupar el espacio del otro. En respetar el vuelo aunque no se entienda muy bien el porqué ni cuál es el destino. En dar alas y raíces para que el otro siempre quiera volver.
♥️
Precioso el final…🥹