Las amigas
¿Alguna vez habéis leído un libro de Elísabet Benavent? Yo tenía bastante prejuicio con ellos, hasta que una de mis compamigas (¿acabo de acuñar un término?) de la agencia me prestó uno. Y me lo bebí. La verdad es que Elísabet escribe bien, te gusten las historias románticas o no, pero no es de literatura de lo que quiero hablar hoy. En muchas (no digo en todas, porque no las he leído todas) de sus novelas, hay un grupo de amigas que se apoyan y se acompañan en cada momento decisivo de sus vidas. Que siempre están ahí, inasequibles al desaliento (gracias, Val, por regalarme esta frase sobre mí hace un siglo), las unas para las otras.
Nunca he tenido un grupo de amigas. Bueno, nunca es mucho tiempo y una vez lo rocé con la yema de los dedos, pero se fue. Ya no recuerdo por qué, solo sé que lo pasé muy mal, que todos aquellos años quedaron resumidos en una bolsa entregada en mano en la puerta verde de mi portal en la calle Jorge Juan y que ese adiós me hizo mucho daño. Desde entonces, me muevo de a uno. Supongo que no ha sido una elección consciente, es que se ha dado así. Tengo una bonita colección de amigas, que me tienen como nexo en común, pero que no se conocen entre ellas. Muchas, están en otras ciudades, y ya se consideran casi amigas entre sí aunque solo sea por cariño heredado. A algunas las conocí en el trabajo, a otras por redes sociales (y fortalecimos lo nuestro a golpe de zapatilla) o gracias a Esto no es como me lo contaron, ese blog que lleva años abandonado pero que no me atrevo a cerrar. A la que más tiempo lleva en mi vida la encontré compartiendo pupitre en el primer curso de Periodismo, allá por 1996. Y he conseguido que me aguante hasta hoy pese a haberme visto borracha (para qué andarnos con paños calientes), con mi mal humor de recién levantada, llorando por las esquinas tras una ruptura… y comiéndome la cabeza la mayor parte del tiempo. Porque otra cosa no, pero intensa soy un rato. Muy largo.
Durante el confinamiento, tuve el WhastApp echando humo, sobre todo con un par de ellas. Tenemos un grupo que lleva el nombre de un actor americano, por aquello de que nos gusta mucho a las 3. No hablo solo de sus dotes interpretativas, obvio. Fuimos ayuda y soporte, nos cuidamos y preocupamos, nos escuchamos y compartimos. Fue una de mis grandes ayudas. Allí no juzgamos y es una de las cosas que más me gusta de tenerlas “cerca”, aunque cerca signifique vivir en tres ciudades diferentes de la Comunidad de Madrid y tengamos unas vidas que nos hacen vernos mucho menos de lo que querríamos (sobre todo yo). De un tiempo a esta parte me aplico tanto el “vive y deja vivir” que huyo de todo lo que no sea respetar. Si lo que ocurre es respetable, claro. En esta mañana de sábado, ha vuelto a ocurrir. Una de las tres necesitaba un hombro virtual y allí estábamos las otras dos haciendo nuestra parte: sobre todo escuchar, algo de lo más difícil para una charlatana como yo.
No tengo un grupo de amigas, no. Puede parecer una cuestión sin importancia, pero, a veces, no lo es. En mi despedida de soltera fuimos un conjunto de individualidades compartiendo mesa, mantel y copas, algo que se ha repetido cada vez que he querido celebrar mi cumpleaños (con el inconveniente añadido de haber nacido a finales del mes de julio). A veces, echo en falta ser más, ser un algo cohesionado. Pero nunca, nunca, me quejo de lo que tengo. Ellas, que están cuando me emparanoio, que saben de mí casi más que yo, que me leen cuando estoy más callada o más ausente, que se aguantan mis “me duele la cabeza, no puedo”, que me ponen en mi sitio cuando es necesario, ellas, son más que suficiente. Ellas son matrícula de honor, un cum laude, canelita en rama. Ellas, tan diferentes, tan únicas, tan poderosas, tan inspiradoras, tan increíbles, me mejoran cada día. Y de eso debería ir esto de vivir: de saber rodearse de personas que te ayuden a crecer. El lastre solo para los barcos cuando quieren navegar estables por aguas turbulentas.