Ayer tuve consulta con Xenia, mi psicóloga. Hacía más de un mes que no nos veíamos, algo que no es habitual, casi ni siquiera en vacaciones. Se avecinan cambios con ella y tengo un poco de miedo, pero sé que todo, como siempre, acabará siendo para bien. Aunque al principio no lo vea. Le hablé de esta newsletter y de que ha salido en 2 de 3 de mis textos, está en el círculo de personas importantes de mi vida, sin duda. También le conté que había decidido volver a escribir. No por trabajo, no por obligación, sino por puro placer, porque para mí es tan necesario como respirar, casi como una terapia. Y llevaba demasiado tiempo sin hacerlo.
Este verano, en uno de esos ataques de marikondismo que me dan en los últimos tiempos, bajé al trastero a tirar cosas. Tirar cosas como concepto, qué maravilla deshacerse del lastre acumulado con los años para sentirse más ligera. Entre las cosas que no tiré, la última caja que vino de casa madre, llena del libros de adolescencia (los misterios de Trixie y las bucólicas praderas de Wyoming); cartas de un antiguo amor; fotos y textos propios. Ay, los textos propios. Encontrarme conmigo es algo que siempre me desestabiliza un poco: la ilusión, la inocencia y todos los sueños que se quedaron por cumplir se entremezclan en líneas repletas de mi redondeada letra. Mi letra, esa que siempre odié un poco por su imperfección y que ahora, cuando me dejo llevar, me encanta, porque antes lo de escribir a través de una pantalla no se estilaba y éramos más de papel y boli. 43 años tengo y hablo como una abuela de 80.
Decía que encontrarme en mis letras me desestabiliza porque me hace enfrentarme a todo aquello que quise ser y que, al final, no fui. Y es que siempre he sido una inconformista para las cosas pequeñas, pero me ha dado por conformarme con las grandes, sobre todo si son para mí. Lo de “lucha por tus sueños” se me hizo bola y, por el momento, ni novela, ni premios literarios, ni tiempo para leer y escribir con calma. Supongo que es el miedo, como leía a Enric Sánchez el sábado pasado, que me paraliza. ¿Miedo a qué? diréis. Pues, mirad, a estas alturas, ni yo misma lo sé, pero creo que el principal problema son mis propias expectativas que están tan altas que me resultan tan inalcanzables como llegar a la cima de un ochomil.
El caso es que este verano bajé al trastero y me vi. No solo es que me mirara en aquel carnet viejo de instituto, es que ME VI. A mí, con mis sueños, esperanzas y ganas. Supongo que fue entonces cuando se empezó a gestar esta newsletter. El blog llevaba tiempo queriendo volver, pero que si el SEO, los formatos, las imágenes optimizadas, la etiqueta alt, las negritas, los enlaces pertinentes… me agoté. Y, a la vuelta de mi vida, en la primera crisis a la que tuve que enfrentarme, Lo que me apetece eclosionó. Lo hizo casi por sorpresa, como ocurre en las películas con ese huevo del que sale un pollito en cuanto lo encuentra el protagonista. Y esta vez no me dio por pensar, lo hice. Por primera vez en mucho tiempo las ganas pudieron a los miedos. Minipunto para Leticia (otra referencia viejuna que solo los mayores comprendenrán).
Xenia ayer me puso deberes. Necesito una libreta, un boli y unos pocos minutos al día. Hoy no es sábado, lo sé. Pero aquí estoy: escribiendo, una vez más, como terapia.
Que obediente eres, Leti! No dejes de escribir, por aquí, estamos deseando leerte. ¡Me encantas!
Nunca dejes de escribir, Leti. Me encanta leerte.