No recuerdo con exactitud cuándo comenzó a rondarme la idea de dejar mi pelo libre de tintes, aunque sí sé cuando la llevé a cabo. Tras años de rubiez extrema, con decolorados de horas (mi peluquera me asegura que si quiero volver en una hora lo tenemos) y tintes entre el amarillo y el hielo, un día llegué al salón y pedí retocar el corte y nada más. Ese nada más eran los cuatro dedos de raíz que había acumulado en mi preparación del maratón de Valencia de 2019 (era complicado sacar horas para trabajar —muchísimo en aquella época, no lo recomiendo, amigas—, ser madre, entrenar… e ir a la pelu) y que se habían juntado con un largo intratable, así que, al volver a mi pixie, los restos del rubio dijeron adiós. Como soy una chica lista, y no quería morirme de la impresión —porque tenía muchas ganas, pero lo inexplorado siempre asusta— fui maquillada como una puerta y con un jersey de un color que me favorecía. Si esto no es ponérselo fácil, chica, yo ya no sé. Al mirarme en el espejo, no solo me gusté, sino que me gusté mucho y sentí una especie de liberación profunda ante la certeza de que había recuperado cuatro horas de mi vida cada mes: el tiempo, el patrón oro de la vida moderna. Viendo la primera foto de esta carta, me doy cuenta de que tenía el pelo mucho más oscuro que ahora, aunque entonces yo ya pensara que era muy canoso y quisiera saltar directamente al blanco que todavía no tengo y del que ya me había teñido una vez (por si no has pillado lo del hielo de un poco más arriba).
Ahora todo suena muy bucólico, muy bonito, viva mi camino de aceptación de algo tan mío como las canas que acompañan desde mis 20 y que nunca había dejado salir, pero no fue tan sencillo. No recuerdo cuál fue el detonante –aunque sí que en diciembre de 2021 pasaron cositas en mi vida— pero las San Silvestres de aquel año las corrí rubia de nuevo. Qué digo rubia, rubísima. Necesitaba de alguna manera volver a mí y reencontrarme con mi imagen al otro lado del espejo y eso pasaba por el platino. Me resulta curioso esto porque muchos años atrás el proceso que viví fue el inverso: de mechas a morena por obra y gracia de una ruptura en la que lo primero que quise recuperar fue a quien me devolvía el espejo cada mañana. Aunque esta vez no había habido ruptura, sentí la misma necesidad y le di espacio a lo que me estaba pasando, cita con Sonia mediante. Así estuve casi un año otra vez, hasta que el pelo fue creciendo, el rubio se fue marchando y el champú azul fue haciendo su trabajo, por ese orden. Ahora ya sí, estaba lista para que mi pelo fuera así “para siempre”.
Mi proceso fue muy distinto al de otras mujeres porque la primera vez, la más difícil, no tuve que vivir una transición como tal, nada de verme el pelo “sucio” —no sé si soy la única a la que le pasaba, pero cuando las canas empezaban a aflorar entre tintes esa era la sensación que me daba— o con distintos tonos muy contrastados —algo que entonces me horrorizaba, pero que ahora me gusta muchísimo—, simplemente pedí que me cortaran lo que sobraba y allí encontré a la Leticia que soy. Durante estos años, he encontrado a muchas de ellas en Instagram contando sus transiciones hacia su cabello natural, compartiendo consejos, experiencias, haciendo comunidad. Podría parecer, desde fuera, que lo que hacen no es necesario: solo es pelo. Pero no solo es pelo. En una sociedad en la que las mujeres somos infantilizadas de forma constante, no solo en nuestras opiniones, también en cómo debe de ser nuestro aspecto (y mira que es turbio esto, por favor), dejar que el paso del tiempo se nos note es toda una revolución.
Hace un par de años, comencé una charla sobre edadismo diciendo que no era casualidad que hablara sobre este tema la que se había dejado las canas. Se me ocurrió sobre la marcha, no estaba escrito en el guion, pero me pareció bastante significativo aunque no hubiera sido una decisión consciente la de hacerlo. El paso del tiempo me obsesiona como bien sabe cada persona que lee esta carta semanal: es uno de mis asuntos recurrentes. Podría parecer que ambas cosas —el edadismo y las canas— no están más relacionadas que en lo obvio, pero es mucho más fácil que aparezca lo primero si se da lo segundo, aun teniendo en cuenta que, como he contado antes, yo a los 20 ya tenía algunas lo que quiere decir que su aparición no significa que seas vieja. Y sí, escribo vieja con todas las letras, aunque ni lo sienta ni me crea que lo sea, porque la mirada ajena es lo que les dice a todas esas mujeres de las que hablaba un poquito más arriba. Por suerte, la hermandad es más fuerte que el machismo.
En esta locura permanente porque no se aprecie nada de lo que vivimos, hacer apología consciente de ese paso del tiempo parece un sinsentido. Dejarte ser se convierte en un acto de valentía y no teñirse en una rebelión: no hemos empezado a quemar botes de tinte (ni lo recomiendo, eh, solo hago una analogía) como sujetadores antaño, pero ahí estamos. La tiranía de la delgadez y de la juventud se parapetan en un montón de productos y tratamientos carísimos que solo tienen un objetivo: que aparentemos quince años menos de los que tenemos en realidad. No hay más que ver a Kris Jenner. Y nos lo han metido tanto en el cerebro con cada input que llega en forma de imágenes de ideales imposibles que cada vez conozco a más mujeres que no quieren verse ni en las fotos ni en los espejos y eso sí que es un verdadero drama. Que consigan borrarnos hasta de nuestros propios recuerdos es una victoria que no les podemos conceder.
Cuánto cuenta y cuánto callan estas palabras. Un abrazo.