
Esta semana, durante dos días y medio, fui la madre de nadie. Dejé a mi hijo subido en un autobús junto a cerca de 70 hijos e hijas de otras madres y padres mientras le decía adiós con la mano a lo que me barruntaba que era su silueta ―los cristales tintados me impedían asegurarme― y me fui a casa pensando en la cantidad de cosas con las que podría llenar mis horas. E hice muchas. Caí en la cuenta entonces de algo que sabia, pero creo que no había verbalizado: cuando me convertí en madre dejé de ser dueña de mi tiempo.
Escribo esta perogrullada sin rubor porque hay una corriente por ahí que quiere madres a las que no se nos note que lo somos, que pretende que nada cambie después de sacar a un pequeño ser humano de nuestro cuerpo, cuando eso es imposible por la existencia misma. Bien lo dice Eloy Moreno en uno de sus libros: Es imposible ser siempre la misma persona, porque vivimos. Es una de mis frases de cabecera.
Asumo sin dolor y sin pena este préstamo que le hago a mi hijo de toda mi mismidad porque, por una parte, yo decidí tenerle con mucha consciencia y ganas y, por otra, sé que esto solo dura unos pocos años y creo que comienzo a acercarme ya al tiempo de descuento. Ojalá me equivoque. Estar con él es maravilloso. Como he repetido varias veces en los últimos días, tengo la inmensa suerte de que mi hijo me caiga bien y agradezco poder pasar tiempo juntos. Pero, siempre lo hay, no quiero ser una madre asfixiante que no le deja crecer y evita que pase tiempo separado de ella, más bien me preocupa lo contrario: darle experiencias vitales que le hagan crecer con autonomía y madurez. Por eso, esta semana fui madre de nadie.
Mentiría si dijera que al principio no me pareció el planazo del siglo, sé que darse aire siempre es una buena idea sobre todo a estas alturas del curso cuando todos andamos cansados. Durante unas horas me extasié con los planes que se me iban ocurriendo y hasta pisé la piscina por primera vez en este año. Pero luego el día avanzó y, sobre todo, llegó la noche. Marido tenía turno y el enano estaba fuera. Por primera vez en muchos años, no iba a tener que acompañar a nadie hasta que cogiera el sueño, o trasladarlo a la cama o turnarme con otro alguien para velar los miedos que acechan antes de caer rendido. Fue entonces cuando noté la ausencia, como una leve desazón casi imperceptible que se hizo bien corpórea cuando, al meterme en la cama, no escuché su respiración pesada. Echaba de menos a mi hijo.
A menudo me siento la madre rara cuando llega septiembre y el discurso dominante habla de la alegría que supone que al fin regrese el colegio mientras que yo muero un poco por dentro de pensar en la vuelta a las prisas, a los agobios, a no tener tiempo para mimarnos con calma, que volvamos a la exigencia de la vida en la ciudad. Hoy, cuando en el chat de la excursión se ha anunciado la salida, he vuelto a sentirme así cuando algunas voces han pedido ―en tono humorístico, supongo― alargarlo un poco más, que se quedasen a sus criaturas durante el fin de semana. Y yo leía desde lejos echando de menos el olor de la cabeza de mi cría mientras le beso y le abrazo todavía desde arriba. Deseando volver a ser la madre de Ojazos y que mis tiempos muertos tuvieran dueño, aunque luego me queje de que así sea.
Que bonito lo cuentas. Siento lo mismo y tengo la suerte también de que mi hijo me cae bien. Ayer llegó de Mallorca y en cuanto despierte comenzará la elección de estudios universitarios. Ojalá no estar en tiempo de descuento. El mayor esfuerzo que yo estoy haciendo es para respetar y acompañar sin juzgar ni sugerir. Dejando que crezca y madure pero a la vez estando disponible. Qué lástima que cuando dominemos ese arte tal vez ya no necesitemos esa habilidad. Te abrazo fuerte