
Como buena madrileñita de pro, no tengo pueblo (aunque no cumpla eso de las cuatro generaciones), pero, como ya lo he contado más de una vez, no me voy a extender en esto. Tampoco me voy a extender en lo de mi familia de La Carolina, porque siento que me repito más que el ajo ese que tanto que me gusta. El resumen sigue siendo el mismo: no tengo pueblo.
En semanas como la que viene es un poco desgracia lo de no tener pueblo, especialmente si sigues trabajo y has tenido que comprar una lavadora nueva ante la amenaza de inundación de la cocina en cada uso (y en esta casa hay un niño futbolista, eso es mucha ropa que limpiar cada semana). La parte buena es que mi hijo ahora la pone sin rechistar porque “qué gustito cómo se abre la puerta”, “cómo gira la rueda”, “ohhh, las luces y los sonidos” y yo, que llevaba tiempo pensando que la vieja ya no hacía bien su función, he tenido que rendirme a la evidencia al sacar la primera colada: ahora todo huele a mucho más limpio (o seré yo que quiero convencerme de la inversión).
Decía que en semanas como la próxima es un poco desgracia no tener un pueblo porque lo de salir de vacaciones de otra forma está complicado. Pagar un hotel o una casa rural se nos escapa así que, sin lugar al que volver, salir de Móstoles se complica. Llevo desde pandemia sintiendo que esto es mi casa y mi cárcel al mismo tiempo y no hay forma de sacudírmelo de encima: todo se ha reducido demasiado a esto. A las mismas paredes, suelo, ventanas y vistas; a las mismas cosas, las nuestras, aunque a veces querríamos que fueran las de otros solo por poder cambiar un poco el punto de vista.
Ayer al despedirnos y desear felices vacaciones a las familias de fútbol de Ojazos, le pregunté a uno de los padres si se iban al pueblo (por aquello de quedar y que mi criatura saliera a la calle y se relacionara con personas de su edad). “Ahora mismo”, respondió. Me contó mi criatura que él ya lo sabía y que solo pasaban por casa a recoger maletas y tomar rumbo a su lugar feliz. Uno que, en mi imaginación, se compone de pies y caras sucios, días eternos en la calle, con esos amigos a los que solo ves allí, porque es allí donde tienen sentido. “Mi amigo el del pueblo”, jo, es que me suena hasta bien. No habría ni parque, ni pádel, ni fútbol, al menos no con él. Fue entonces cuando me cayó encima la palmaria realidad de su fortuna y mi desdicha (y un poquito de envidia, a decir verdad). La gente con pueblo es gente que siempre tiene un plan porque siempre puede volver a casa. A la suya, con su almohada, su cama y sus cosas sin tener que trasladar millones de “por si acasos” en cada trayecto. Los que no tenemos ni pueblo, ni furgoneta, ni pasta pues nos esforzamos en vestir de vacaciones la misma mierda que vivimos cada día. Las paredes, los suelos, las ventanas, las vistas… las perezas que conlleva la propia vivencia: la siesta que no quieres, pero te vence; recoger las mismas habitaciones que paseas cada día; limpiar lo que te dejaste pendiente y que te esperó cuando tú querías que te olvidara; quedarte a vivir en un bucle del que es difícil salir.
Las vacaciones así son un poco menos vacaciones aunque se liberen de los horarios. No hay cole, no hay fútbol, pero hay vida. Así que no sufras por mí, estoy segura de que algo me inventaré. A imaginación es difícil ganarme.
Ay, como te entiendo, estoy igual que tu, sin pueblo y sin un dinero para dedicarlo en irme con mis criaturas por ahí unos días y salir de la rutina. Se intentan planes por la ciudad pero si encima está el cielo gris y con lluvia todo se dificulta. Es más, yo como autónoma debo currar hasta el miércoles o al menos estar "alerta". Estar separada no facilita mucho el tema. Pero bueno, que no venía a quejarme de mis penas, solo decirte que me he sentido muy identificada con lo que cuentas. ;)
Como muchas cosas lo malo es que sea obligado, la no alternativa, quedarte en casa en periodo vacacional puede sonar hasta bien si es por elección propia, si no...